Se llama José. Tiene
26 años, es sordo y huérfano. Hoy vuelve al mismo sitio, a la puerta de un
supermercado de Ibi a pedir limosna. Hoy ya no mira a un punto sin fin. Hoy ha
sonreído.
Iba en el coche
cuando lo he visto. He aparcado y me he acercado. Me he arrodillado para
mirarle a los ojos y su primera reacción ha sido miedo, temor… ha intentado
protegerse con las manos, se ha echado para atrás. “Me llamo Ana y ¿tú?”, le he
dicho. Tras unos segundos, ha empezado a gesticular con las manos. Pensaba que
era extranjero, que no me entendía. Ha sido cuando su mano se ha dirigido al
oído y entonces he comprendido que era sordo. Me ha recordado a mi padre. Mi
padre es ciego.
Entonces he sacado de
mi bolso mi almuerzo y le he dicho: “cómetelo”. Me ha mirado a los ojos y ha
sonreído. Le he explicado que no llevaba dinero (es verdad) y hemos empezado a
hablar como hemos podido. Él con señas y yo intentando vocalizar de la manera
más lenta posible. Me miraba atentamente a los labios para entenderme. Mientras
tanto la gente iba acercándose y depositaba alguna moneda en su tarro. Otros
nos miraban con recelo. Hoy hace frío, mucho. José estaba temblando.
No ha sabido decirme
en qué pueblo reside, pero más allá de Alcoy. Le he preguntado que por qué no
está por las tardes, que llevaba varios días buscándolo. Viene en autobús, y
los horarios no son compatibles. Le he
dicho que si era alguien el que le dejaba ahí, pero insistía que “no”. Vive con
compañeros en un piso de alquiler. Dudo que paguen ese alquiler. Entonces por
señas me ha dicho que tenía 26 años, que no tenía madre ni padre. Que no tenía
familia. Que no recibe ninguna ayuda. Sus
manos siempre acaban en la boca, simulando que lo que quiere es comer.
Entonces ha empezado
a sonreír. Le he acariciado varias veces en el hombro y le he deseado suerte.
Una suerte que dudo que la tenga. Entonces ha empezado a sonreír. Me he
alejado, y mientras caminaba me he girado y seguía allí, sentado a las puertas
del supermercado pero ahora ya miraba al frente, ese punto perdido en el suelo
había desaparecido. Ahora ya no sentía vergüenza.
Mientras esto pasaba,
el juez mandaba a la cárcel a Díaz Ferrán. Eso sí, con fianza eludible de
prisión de 30 millones de euros. Sí, 30 millones de euros. Cifras incalculables
para el común de los mortales pero que seguro que consigue ese dinero, o por lo
menos sus abogados lograrán una importante reducción económica.
Díaz Ferrán, ex presidente de la CEOE
Díaz Ferrán no tiene
vergüenza. No sabe lo que es. José hoy tampoco la tiene, o por lo menos durante
unos minutos la ha aparcado. La vergüenza de José es dignidad perdida, robada, arrebatada, arrancada. La de el ex presidente de la CEOE es corrupción, es psicopatía integrada (veáse La Mentira Patológica en Poderosos). Díaz Ferrán no pasará frío, tristemente José sí.
Pero el que aboga por “trabajar más y ganar menos” tendrá más oportunidades y
beneficios que José. Esto es España.
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