miércoles, 5 de diciembre de 2012

La vergüenza de los pobres (II)

Se llama José. Tiene 26 años, es sordo y huérfano. Hoy vuelve al mismo sitio, a la puerta de un supermercado de Ibi a pedir limosna. Hoy ya no mira a un punto sin fin. Hoy ha sonreído.

Iba en el coche cuando lo he visto. He aparcado y me he acercado. Me he arrodillado para mirarle a los ojos y su primera reacción ha sido miedo, temor… ha intentado protegerse con las manos, se ha echado para atrás. “Me llamo Ana y ¿tú?”, le he dicho. Tras unos segundos, ha empezado a gesticular con las manos. Pensaba que era extranjero, que no me entendía. Ha sido cuando su mano se ha dirigido al oído y entonces he comprendido que era sordo. Me ha recordado a mi padre. Mi padre es ciego.

Entonces he sacado de mi bolso mi almuerzo y le he dicho: “cómetelo”. Me ha mirado a los ojos y ha sonreído. Le he explicado que no llevaba dinero (es verdad) y hemos empezado a hablar como hemos podido. Él con señas y yo intentando vocalizar de la manera más lenta posible. Me miraba atentamente a los labios para entenderme. Mientras tanto la gente iba acercándose y depositaba alguna moneda en su tarro. Otros nos miraban con recelo. Hoy hace frío, mucho. José estaba temblando.

No ha sabido decirme en qué pueblo reside, pero más allá de Alcoy. Le he preguntado que por qué no está por las tardes, que llevaba varios días buscándolo. Viene en autobús, y los horarios no son compatibles.  Le he dicho que si era alguien el que le dejaba ahí, pero insistía que “no”. Vive con compañeros en un piso de alquiler. Dudo que paguen ese alquiler. Entonces por señas me ha dicho que tenía 26 años, que no tenía madre ni padre. Que no tenía familia. Que no recibe ninguna ayuda. Sus  manos siempre acaban en la boca, simulando que lo que quiere es comer.

Entonces ha empezado a sonreír. Le he acariciado varias veces en el hombro y le he deseado suerte. Una suerte que dudo que la tenga. Entonces ha empezado a sonreír. Me he alejado, y mientras caminaba me he girado y seguía allí, sentado a las puertas del supermercado pero ahora ya miraba al frente, ese punto perdido en el suelo había desaparecido. Ahora ya no sentía vergüenza.

Mientras esto pasaba, el juez mandaba a la cárcel a Díaz Ferrán. Eso sí, con fianza eludible de prisión de 30 millones de euros. Sí, 30 millones de euros. Cifras incalculables para el común de los mortales pero que seguro que consigue ese dinero, o por lo menos sus abogados lograrán una importante reducción económica.

Díaz Ferrán, ex presidente de la CEOE


Díaz Ferrán no tiene vergüenza. No sabe lo que es. José hoy tampoco la tiene, o por lo menos durante unos minutos la ha aparcado. La vergüenza de José es dignidad perdida, robada, arrebatada, arrancada. La de el ex presidente de la CEOE es corrupción, es psicopatía integrada (veáse La Mentira Patológica en Poderosos). Díaz Ferrán no pasará frío, tristemente José sí. Pero el que aboga por “trabajar más y ganar menos” tendrá más oportunidades y beneficios que José. Esto es España.

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